sábado, 2 de noviembre de 2013

Boda en un castillo embrujado

Cuando hace unos años Martin Cahill, un joven ingeniero de la localidad inglesa de West Bromwich, propuso a su prometida alquilar un confortable autobús para más de 40 invitados, reservar varias recámaras y organizar su ceremonia de casamiento en el castillo de Chillingham, al noreste de Inglaterra, no estaba calibrando la gravedad de su decisión.

A Cahill le había bastado con abrir la página web para sucumbir ante un anuncio de alojamiento colectivo y organización de nupcias en un entorno más que curioso, un antiquísimo castillo medieval enclavado en el condado de Northumberland, cerca de la frontera con Escocia.

Lo cierto es que de entre los 1.400 castillos rurales con los que cuenta Gran Bretaña, la pareja se había decidido por el castillo más embrujado de la isla.

Pero esto solo se supo unos días más tarde cuando, después de la ceremonia, las copas de champán, el intercambio de anillos y el bullicio que todo casamiento implica, los portones de la construcción fueron cerrados, los huéspedes se retiraron achispados a sus habitaciones y los amantes, descuidando el velo y la corbata, procedieron a pasar su primera noche como marido y mujer.

No habían transcurrido dos horas del cierre del festejo cuando unos gritos de agonía se escucharon en las inmediaciones del enorme salón que había sido habilitado para el banquete. Un invitado a la festividad, de esos que no logran dormir en casa ajena, se atrevió a retirar el rústico cerrojo de su puerta y a asomar su prominente nariz más allá del marco apropiado.

Al fondo del corredor, incluso después de haberse frotado los ojos en gesto de incredulidad pero atrapado ya por una hormigueante sensación que le subía por las piernas y le electrizaba el espinazo, el familiar descubría una imagen que nunca más desprendería de su retina: el cuerpecillo ligero de un niño de otro mundo rodeado por una extrañísima luz azulosa.